Actualmente, la conexión a internet y la conectividad de nuestros dispositivos parecieran ser el eje de todo. Las redes sociales, la multipantalla, la geolocalización, los smartphones, son los medios con los que nos ahora nos relacionamos.

Pero hay una diferencia importante entre conectividad y conexión: la conectividad se da en la tecnología, es la capacidad de un dispositivo de comunicarse con otro para intercambiar información. La conexión es humana, surge en nuestro interior y se da entre las personas. La conexión existe desde siempre, la conectividad desde hace muy poco, pero ha alcanzado a la mayoría de la gente.

El uso excesivo del celular y la constante conectividad cada día nos generan mayor dependencia. Sentimos una necesidad casi compulsiva de estar en contacto, de recibir likes, de no “desconectarnos”. Y no somos conscientes de que es una forma más de evasión que nos impide estar presentes. Además, hay grandes intereses que se favorecen y son propulsores de esta dependencia. Nos exponemos a que se use nuestra información para el beneficio económico de otros. Sin darnos cuenta, participamos en un juego de poder, donde el control lo tiene un enemigo invisible y dinámico, que cambia y se adapta a nuestras necesidades (o las crea).

Así, poco a poco, incrementamos el uso de nuestros dispositivos, incapaces de manejar el tiempo que invertimos en esta actividad. Además, no tener celular nos genera ansiedad. Como si separarnos de las redes y señales nos hiciera perdernos del presente. De hecho, existe un término llamado nomofobia para describir el miedo irracional a estar sin celular o no poder utilizarlo.

Ante esta realidad multi-conectada, donde la dependencia al celular y la conectividad van en aumento, surge la urgencia de hacer una pausa, de vivir la experiencia de desprendernos de nuestras pantallas para enfocarnos en otro tipo de conexión, una con nuestro propio ser.